Cuando una reflexión se
codifica, y trata de ser la explicación definitiva de todo, sucede que suele
provocar una reacción. Aquello que la experiencia no puede negar, viene a
golpear las puertas de ese bunker, y todo se cuestiona.
No hay nada más testarudo que
la realidad. En cierta manera, la experiencia termina por imponernos su
verdad, que se identifica con la realidad.
Pero cuando la realidad cree
haber encontrado sus límites y pretende volver a cerrarse, resulta que se
constata que parte de la verdad quedó afuera. Y todo vuelve a cuestionarse. La
misma realidad ya no es tan real. Hay que volver a reflexionar sobre la
reflexión que ya se hizo de la realidad.
Y entonces se desconfía hasta
de las palabras que la expresan. Pareciera que ya nada es seguro. Que todo es
relativo y que lo único que queda es el silencio amargado y cínico.
Sin embargo, esto también
suena a falso, a vacío. No convence.
Permanece la honestidad del
hombre que cree en la verdad. Verdad que lo supera, pero ante la cual tendrá
que dar cuenta. Esto lo serena y lo anima en su camino.
Pero no todos tienen el
coraje de enfrentar en forma sincera este cuestionamiento de la realidad. Es
más fácil ser un conformista y continuar diciendo lo que todos siempre han
dicho. Aunque tampoco sea cierto que todos digan lo mismo.
Por eso, en definitiva, lo
más frecuente, es que cada uno se aliste en una escuela de pensamiento y desde
allí vea la realidad con anteojos prestados. Se delega la libertad, y se
destina todo el caudal de reflexión, en aportar nuevos argumentos a una opción
ya hecha por el grupo, secta, iglesia o institución a la que uno ha dado su
pertenencia.
Tal vez sea éste el destino
de la inmensa mayoría. Quizá sea bueno y con ello se asegure el equilibrio de
las opciones y la posibilidad de canalizar las energías en proyectos positivos.
Tal vez con esto se evita la disgregación de las voluntades en enfrentamientos
estériles y autodestructivos. Y así el mundo se salve de caer en la
esquizofrenia arbitraria, que en definitiva dejaría la historia en manos de los
más hábiles charlatanes. A disposición de quienes son mejores conocedores de la
manera de manipulear a su favor las volubles voluntades de masas de individuos
sin metas y sin timón.
Pero el peligro está en que
de esta manera se detiene la vida. Se hace acampar a la historia y la humanidad
pierde uno de sus valores más sagrados: el de avanzar.
Tal vez sea por esto, que
ella misma genera a los inconformistas.
Se trata de hombres honestos
y corajudos. Han comenzado por creer lealmente en que las cosas están bien tal
como están. Que son válidas las explicaciones que se dan, y auténticos los
valores que se defienden. Se prueba todo, y se trata de hacer bien las cosas. Y
como no todo satisface o convence, se prueban las alternativas posibles.
Y poco a poco se va
descubriendo que en todas ellas pasa más o menos igual. Nada llena en plenitud.
Ni siquiera el sentarse a gozar de lo poco que se consigue.
Y viene el desconcierto.
Nacen las preguntas. Se evaden las respuestas, refugiándose en los dogmas ya
establecidos, a fin de que no se ponga en duda el andamiaje que asegura el
funcionamiento de la institución en la que se convive.
Pero hay algo que no se puede
acallar: la pregunta que ya se hizo. Porque no hay nada más doloroso y
desubicante que una pregunta verdadera a la que se quiere mantener tapada con
respuestas vacías. Quizá el mundo siga funcionando. Pero no avanza. Y esto es
tremendo para el hombre que es peregrino sobre la tierra.
Quizá calle, al menos al
comienzo de su lucha interior. Tiene miedo de cuestionarse y cuestionar. Pero
al fin la cosa estalla.
La ironía no soluciona nada.
También ella es algo que suena a hueco. Tal vez logre momentáneamente
satisfacer a quien la maneja. Pero deja un sabor amargo en quien la rumia.
Se exige la serenidad. Porque
no es algo que me duele solamente a mí. El humor, sí, es necesario. Contiene
una cuota de ternura que hace bien a quien lo ejerce, y aun más a quien lo
comparte. El humor es la capacidad de relativizar el dramatismo de nuestras
tensiones. Vuelve a la normalidad la temperatura de nuestras ebulliciones.
Así se llega al momento en
que se pierde el miedo de plantearse las cosas desde la verdad que uno
presiente, o al menos intuye. Desecha las respuestas prefabricadas, que
simplemente esquivan el problema escudándose en lo que los demás ya supieron
responder.
Quizá no se nieguen los
principios. Pero se constata sin atenuantes la realidad que contradice
abiertamente esos dogmas.
En el dilema entre
salvar una doctrina, o salvar a los hombres que creen en ella, se opta
decididamente por el hombre. Y con ello suele avanzar la reflexión sobre la
doctrina, que siempre seguirá siendo necesaria.
Mamerto Menapace, "Eclesiastés" en "Sufrir pasa"
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